jueves, 7 de abril de 2016

Práctica de Seminaristas en Misiones

Laboratorio de apostolado

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Jorge Cadena Romo,
3º de Filosofía

Descontando el llamado vocacional con que todo inicia, dentro de la vida del Seminario no hay vivencia alguna que sea más única y personal que la de las Misiones. Aunque haya varios seminaristas en el mismo destino misional, nunca habrá dos historias iguales, y la anticipación que se genera al momento mismo de saber el nombre de nuestro destino y los de nuestros compañeros de apostolado, mueve a preguntar sobre esta experiencia. Nunca faltan las referencias de quienes ya conocen tal comunidad o a tal Sacerdote. En fin, es una de las más esperadas actividades en nuestra formación.

Cadena de sorpresas
Ningún detalle específico. Yo sólo sabía que iba rumbo a El Salvador, lugar cuya existencia en Jalisco ignoraba por completo antes de entrar al Seminario, y del que ahora solamente sabía poco más que el hecho de que es una población ubicada en alguna sierra. “Te va a ir bien”, me decían los compañeros…
Cuando llegó el momento, el Padre encargado me dio los detalles: “A ti te va a tocar en un ranchito paradisíaco como de cinco casas. ¡Te va a ir bien!”. Y sí, ¡vaya que así resultó! Uno siempre regresa con gratos recuerdos y aprendizajes, mayores que los que deja uno entre la gente, me parece, y ésta no fue la excepción.
La llegada no fue fácil: dirigirse a un punto en zona montañosa implica numerosas subidas, bajadas, curvas, y mucha paciencia, sobre todo cuando se viaja inmovilizado en incómoda posición por el sobrecupo del vehículo, y al calor de mediados de marzo. Los paisajes, en cualquier caso, son espectaculares panorámicas y soberbias formaciones rocosas, y cayendo el crepúsculo, en marcha sobre una vereda en pleno monte reseco por la falta de lluvia, el Padre anunció que ya estábamos en el rancho… pero no se veía nada. Bueno, una vaca. ¡Ah, ahí está una de las casitas!

El entorno
Terminé recalando con una familia que -la verdad- no me esperaba, con la sencilla generosidad de quienes nunca han estado apegados a la comodidad y siempre han confiado en que la Providencia Divina es la que provee el diario sustento, y que me hicieron sentir muy bienvenido. Es un matrimonio de mediana edad, con cinco hijos, casados los tres mayores y acompañados aún por un joven de 24 años y una chica de 19, quienes se dedican diligentemente a ayudar al padre y a la madre en sus respectivas tareas.
La población se sostiene de las labores del campo, con la tradicional división de roles según el sexo, pero menguada en número como es; no así su vida espiritual, pues la diminuta capillita, construida devotamente con el esfuerzo de todos, se llenaba cada día para el rezo del Rosario de Aurora, seguido de Laudes, y por la tarde, con los temas de formación y la Celebración de la Palabra. Tanto los hombres como las mujeres acudían, como familia que todos son, aunque, lo usual, eran ellas las que tomaban parte más activa, siendo precisamente una piadosa dama quien con sus esfuerzos mantiene viva la llama de la Fe en este ranchito.
Estamos hablando de gente cuya sencillez y humildad permiten una espiritualidad operante, que se refleja en lo que me encontré: una comunidad fervorosa, sedienta de Dios, y unidos entre sí, como en cada familia sus miembros. Además, están las muchas historias que oí; testimonios de solidaridad, entrega y sacrificio; cualidades que en la ciudad ya no se ven.

Remontados valores
En particular, mis anfitriones me hicieron asomarme a lo que ha debido ser el paradigma de modelo familiar a lo largo de toda la historia, simplemente viendo el candor de los muchachos en sus actividades y su forma de relacionarse, sin malicia ni mayores pretensiones. La inocencia no puede fingirse. Los señores, asimismo, versátiles para hacer sus tareas, pero bien conscientes de su total dependencia del Todopoderoso, en cuya Creación son sólo un puntito perdido en la sierra, pese a lo cual nunca los olvida.
Suena muy a cliché, pero en el rancho pude ver cuán contaminados estamos quienes vivimos expuestos a las vanguardias del mundo contemporáneo, que en su loco entusiasmo por los avances tecnológicos, no se da cuenta de que lleva tiempo inflando una realidad que no puede seguir hinchándose indefinidamente de sólo aire. Muchas de las quimeras contemporáneas de las que tanto nos preciamos (como las nuevas ideas de género), trasplantadas al rancho, quedan ridículas: allí sólo hay lo que funciona y se necesita, y es de donde sale lo que sostiene a toda esa sociedad de luz artificial y espectáculo, pero irreal.
Nada como ir al rancho una semana, aunque sea, para una sana dosis de realidad. Ni siquiera hay que “trabajar”; basta observar la obra de Dios, en su cielo estrellado, en sus animales, y en sus hijos en relación con Él.

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