jueves, 12 de mayo de 2016

Con la fuerza del Espíritu, la Misión debe continuar

Cardenal José Francisco Robles Ortega,
Arzobispo de Guadalajara

Hermanas y hermanos muy apreciados:
La Ascensión de Jesús, que celebramos el domingo pasado, es parte de su Misterio Pascual, de su Muerte y de su Resurrección. Cristo asciende a los Cielos, pero sus Apóstoles se quedan en la Tierra. El Señor ha cumplido su Misión, pero ésta no termina, sino que deberá ser llevada adelante por los Apóstoles, por la comunidad de los discípulos, por la Iglesia. Cristo deja a la comunidad, su Iglesia, para que ésta continúe en el mundo su Misión.
Esta Fiesta, como todas las de la vida del Mesías, tiene qué ver con nosotros; nos beneficia, nos deja un fruto muy importante que quiero compartirles, a partir de reflexionar en los dos ámbitos en los que debe posarse la mirada de todo cristiano.
Todos los que nos decimos discípulos de Cristo, todos los cristianos, debemos tener nuestra mirada puesta en el primer ámbito; es decir, en el Cielo, donde está Él, donde ha llegado nuestra Cabeza. Allá debe estar siempre puesta nuestra mirada, porque ésa es nuestra meta, nuestro fin; hacia allá avanzamos.
Qué triste es que muchas personas vivan su vida como si todo se resolviera en esta Tierra, pensando que estamos aquí sólo para vivir, para comer, para divertirnos, para trabajar, para cansarnos, para enfermarnos y morirnos, y ahí cerrarse el capítulo de nuestra existencia.
Cuando se mira así la vida, con el horizonte en este mundo, la existencia se vuelve sin un sentido, sin un para qué. ¿Para qué trabajamos?, ¿para qué nos esforzamos?, ¿para qué sufrimos?
La Ascensión de Cristo se relaciona con nosotros en cuanto a que nos revela nuestra meta. Estamos aquí como peregrinos, para alcanzar la meta de nuestro Salvador, nuestra Cabeza: el Cielo, que es nuestra posición plena, la vida de Dios en nosotros.
Nuestra mirada, entonces, no debe dejar de ver ese ámbito sobrenatural, del más allá, de la vida en Dios. El otro ámbito en el que debe posarse la mirada de todo cristiano es este mundo. Sí, mirar al Cielo, pero sin dejar de ver nuestro mundo, para que, mientras estemos en él, llevemos a cabo la Misión de Cristo; es decir, la Misión del amor a todos nuestros hermanos, del servicio a todos, sin distinción, pero de manera muy especial a los más pobres y necesitados.
Debemos mirar nuestro mundo para quitarle todo aquello que lo hace feo e injusto; un mundo violento que no respeta la dignidad de las personas ni de la misma vida. Los discípulos de Cristo estamos en el mundo para sembrar, ver germinar y hacer fructificar la vida, porque nuestro Dios es un Dios de vivos, no de muertos.
El ámbito de este mundo no debemos dejar de mirarlo, porque en el seno de la familia, en el campo de nuestra profesión, en el ambiente de nuestra presencia y acción, ahí tenemos que hacer prevalecer los valores del Reino, los valores del Evangelio, para hacer este Planeta más amable y más habitable para todos.
Cristo subió a los Cielos no para abandonarnos o para dejarnos, ni para alejarse de nosotros, sino que ascendió y, al mismo tiempo, está vivo y presente, tal como lo prometió. Subió para asegurarnos, ahora, una nueva presencia entre nosotros, por la fuerza y el poder de su Espíritu.
Nosotros, que conformamos la Comunidad de Cristo, estamos en este mundo no como huérfanos, no como abandonados a nuestra suerte, no desconcertados porque nadie nos dirige ni nos guía. Por el contrario, contamos con la presencia misteriosa pero real de Jesucristo, nuestra Cabeza, que nos hace mirar nuestra meta última, y al mismo tiempo nos hace mirar nuestra realidad para transformarla, para continuar la obra que Él inició cuando estuvo aquí, y que nos ha confiado a nosotros, su Iglesia.

Yo los bendigo en el Nombre del Padre,
y del Hijo y del Espíritu Santo.

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