CUENTO
Pbro. Adalberto González González
No tiene jierre, me dijeron. Todas esas tierras eran de María Anunciata, tu abuela, y las repartió todas a los medieros, y hasta unas moneditas de oro y de plata para que las sembraran. Ella regaló ese Cristo enorme, al que le había puesto un sendal hasta los pies y una camisita sencilla en el torso, porque decía: ¿Cómo es que el Cristo, Dueño de todo, esté desnudo?
Y no tiene jierre; que aunque estés ciego, como estás, que encuentres a María Anunciata; siempre tiene un pie en la Iglesia y otro en su casa.
El perdido a todas va. Y así fue como me lancé a un pueblo que no sé dónde está. Y el Patrono Santo no sé cómo se llamaba, pero que hace todos los milagros. Me dijeron que era allí, y que los Santos se llamaban Alipio y Diosdado. Pero, la mera verdad, me llamó la atención el enorme Cristo, con aquellos ojotes, vivos todavía y a punto de cerrarse; la tosca Cruz; la salvaje y adusta corona; la hinchazón de la cara, que me hizo ponerme de boca en el suelo. Y le dije: llévate todo lo que quieras de mí y dame lo que puedas: ¡que pueda ver!
Te adiviné por la cera y las flores muertas. Me levanté como borracho y mariado, a punto de vomitarme y no sé cuánto.
No sé si salí de frente o de espaldas. Todo confuso, todo en polvo. No vi nada entre el polvo y sus figuras. Como que se había caído todo el pueblo; todo el polvo de casas, techos y paredes sueltas. Todo se había convertido en un polvo molesto, silencioso y espeso y maloliente, que ni resistían las narices. Como les digo, casi no vi nada, aunque empecé a sentir más flojos mis ojos; pero era una muchedumbre grande y espesa, que se movía rápida, como si fuera a formar otro pueblo.
Yo creo que llevaban el pensamiento en otro espacio, y no sé por qué tenía que ver caballos y caballos con los ojos pelones y colorados, los arsiones como volando, y los perros galgos detrás de ellos como siguiéndolos. Esos perros galgos hermosos, con aquella carrera larga y segura, detrás de aquella presa, presa de volutas espesas. Caballos cansados, con los dientes de fuera y las crines por ningún lado.
Yo estaba de frente, de donde venía aquel olor a polvo viejo. Y pensé: pues a ver qué queda. Iban callados, con un resuello seco y apenas, que subía hasta las nubes. Voltié con miedo, y seguía aquella multitud anodina. Y no había quedado nada de pueblo, de sus torres; nomás la cúpula. Parecía hileras de árboles que también los siguieron y se perdieron en lontananza, entre los cerros distantes, muy distantes. Como que iban a fundar otro pueblo, de hombres, mujeres, niños, árboles y frutas.
Pensé que llegarían hasta el mar; pero el mar estaba tan lejos, que llegar con todo el polvo sería imposible. Además, esta multitud era de tierra adentro; gente que había creado gente y no la había destruido. Una multitud anónima, que hasta espolvoreó las piedras de los lienzos; piedra de castilla, forrada de tierra colorada No hubo más.
Yo iba a ver a una tal María Anunciata, dueña de todo aquello que me habían dicho: que era mi abuela, dueña de tierras y tesoros. Pero nada había quedado; ni tierra ni canteras ni tepetate siquiera; zacate, menos. ¿A qué vine, pues? Seguro a irme detrás de ellos. Me metí entonces a lo que parecía el templo de un Cristo: El Señor de no sé qué. Estaban ahí unas mujeres todavía enteras, y unos pobres hombres columpinados, antes de irse en aquel sequedal de aire con polvo.
Salí y pensé: ¿Qué hago ahora, a dónde voy? Es cierto, conozco muchas gentes, he oído muchos idiomas. Pero, ¿a quién le grito que ya comienzo a ver? Siento más húmedos los ojos, y como que está pasando algo allí adentro. Y comencé a ver una por una las cosas. Me fui poco a poco. Hasta los pájaros habían muerto; como que habían aterrizado forzadamente, con los ojos llenos de polvo y las alas pesadas por el aire pesado.
¡Gracias, Cristo, por mis ojos, por mi incipiente visión! Yo creo que fue María Anunciata la que me encontró. Traía el manto descolorido y le dio mucha alegría. Podía ver poco las cosas borrosas, y después a veces brillantes y a veces opacas.
María Anunciata me llevó de nuevo a la iglesia a dar gracias; pero cuando voltié ya no estaba. Me había dejado unas moneditas en mi bolsa. Cuando salí, todo estaba en su sitio. Seguro llegué cuando todo se fue: el pueblo y su gente en polvo.
Ahora estaba ahí parado. Todo había tomado figura. Fue un milagro de adeveras. El que me llevó me preguntó: ¿Ahora lo vuelvo? No, le dije. Tú vete. Ancho y amplio es el mundo. Salí como de un pozo. ¿Y el bordón, se lo dejo? Sí, por lo menos para asustar a los perros…
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