jueves, 17 de marzo de 2016

Nunca se aprende bastante de la humildad

Juan López Vergara

En este Domingo de Ramos hemos escogido para meditar, la Segunda Lectura, la cual ofrece nuestra Madre la Iglesia para el día de hoy, por contener el himno cristológico más antiguo, hermoso y significativo del Nuevo Testamento, donde se nos revela que la humildad de Dios ocupa el Centro de nuestra Fe Cristiana (Flp 2, 6-11).

A la unidad por la humildad
Filipos era, para Pablo, lo que Betania para el Señor Jesús: un remanso de paz (compárese Flp 1, 8 y Lc 10, 38-42). Pero aquella amable y queridísima comunidad se encontraba asediada por el cáncer de la desunión (véase Flp 1, 27). La Epístola a los filipenses es un auténtico testimonio de la extraordinaria personalidad del Apóstol: por el realismo de su expresión, la hondura de su pensamiento, la vastedad de sus horizontes y, sobre todo, por proponer a la Persona de Cristo como la clave hermenéutica del caminar de la comunidad. No obstante que Pablo escribió otras Cartas después de ésta, puede considerarse como su última voluntad y testamento: la promoción de la unidad a través de la práctica de la humildad.

“Considerando a los demás, superiores a uno mismo”
Pablo anima a la Iglesia de Filipos a vivir de una forma digna el Evangelio de Cristo. Esto implica que los filipenses vivan en armonía unos con otros, y revela que el remedio consiste en que “no hagan nada por ambición ni vanagloria, sino con humildad, considerando a los demás como superiores a uno mismo” (Flp 2, 3).
El Papa Francisco, el Siervo de los siervos, por su entrañable humildad, nos ayuda a comprender estas palabras de Pablo: “Hermanos, siempre me pregunto al entrar en una cárcel: ‘¿Por qué ellos y no yo?’ -en el CERESO de Ciudad Juárez, Chihuahua, el pasado 17 de febrero-, y es un misterio de la Misericordia Divina”. (Semanario, 21 de febrero de 2016, Pág. 23).
Pablo asegura que debemos considerar al otro como nuestra preocupación última, y presenta como modelo a Jesucristo (véase Flp 2, 5).

El camino de Cristo
El Apóstol insertó un antiquísimo himno cristológico de la Iglesia, de carácter poético, solemne y litúrgico. Se compone de dos estrofas que describen el camino de Cristo, que parte desde el ser en Dios, anterior a la Creación, hasta su arribo en la historia humana (vv. 6-8), y desde ésta, de nuevo, al dominio de Dios (vv. 9-11).
Dicho himno reconoce y celebra la unicidad del acontecimiento de que Dios se hizo hombre, y en el cual la muerte es el punto de destino de un camino emprendido en libertad, porque “para Cristo, y sólo para Él, es también la muerte un acto libre” (J. Gnilka).
En el último versículo, al centro de la fórmula confesional, está el título: “El Señor”, que es el Nombre que Dios concedió a Jesús. Pero la última palabra es “Padre”, para enfatizar que ahora Cristo, Dios y el mundo, son unidos. La alabanza, que tiene como objeto a Cristo exaltado, alcanza su finalidad en Dios Padre (compárese v. 11 y Jn 14, 6).
Este himno celebra a Jesús: pre-existente, encarnado, humillado y exaltado, como el modelo; pero no en detalles o actos aislados de su vida, sino en su misma Persona mesiánica, como sublime acto de humildad.
Por eso, ciertamente, ¡nunca se aprende bastante de la humildad!

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