jueves, 17 de marzo de 2016

En espera de que surja algo nuevo

Cardenal José Francisco Robles Ortega,
Arzobispo de Guadalajara

Apreciados hermanos y hermanas:

Esta semana estaremos celebrando las Fiestas Centrales de nuestra Fe, las de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. En nuestro camino cuaresmal, la Palabra de Dios nos ha invitado a lo que es esencial de este tiempo: que reconozcamos con humildad nuestra realidad de pecado, que la confesemos con integridad y con arrepentimiento, y que experimentemos la Misericordia renovadora de Dios.
El profeta Isaías, en el Capítulo 43, nos recuerda lo que anuncia Dios: “Voy a realizar algo nuevo. ¿No lo notan?”; es decir, el Señor, por voz del Profeta, nos dice que quiere hacer surgir algo nuevo para cada uno de nosotros, en nuestra comunidad, en nuestra Iglesia, en nuestra Sociedad.
Vivimos a diario experimentando las fuerzas del Mal, del pecado. Nos impactan tantas cosas, que las vemos como una amenaza a la dignidad de las personas, al valor de la vida, al deterioro de la salud física y social.
Nos rodean muchos males, pero en medio de ellos, Dios nos dice: “Voy a abrir caminos en el desierto y haré que corran los ríos en la tierra árida” (Is. 43,19). Va a hacer surgir algo nuevo, como bueno sería, precisamente, ver correr un río de abundantes aguas por lo que antes era desierto.
Dios, nuestro Padre, sabe que en el Mal no somos felices ni encontramos la paz; que no nos realizamos como verdaderos hijos suyos. Dios lo sabe; por eso, nos invita a que no nos quedemos con esa insatisfacción del Mal en nuestro interior, sino que permitamos que Él haga surgir en nosotros un río de agua viva, abundante y nueva.
¿Qué necesita Dios para hacer surgir eso en nuestro corazón y en nuestra vida? Necesita un sincero arrepentimiento de nuestras faltas, errores y pecados. Basta con que hagamos eso y, entonces, Dios nos otorgará su Perdón y Misericordia, y de esto da testimonio el Evangelio a lo largo de muchos pasajes, en donde se muestra su Misericordia, como cuando desnudó la trampa de los escribas y fariseos, que le presentaron a una mujer que, supuestamente, había sido sorprendida en adulterio.
Los fariseos, los custodios de la Ley, le llevaron a Jesús a una mujer que, según su versión, había sido descubierta cometiendo un pecado gravísimo, de adulterio. Le pusieron una trampa para hacerlo quedar mal, para ponerlo en ridículo delante de todos. No les interesaba cumplir un mandato de Moisés, ni siquiera que la mujer fuera apedreada. Les interesaba hacer quedar mal al Señor y desprestigiar sus palabras y sus acciones.
Pero Jesús no se come el anzuelo, no cae en la trampa ¿Saben por qué? Porque para Jesús lo más importante de todo no es el pecado, por grave que sea; no es la falta, por condenada que pueda ser. Para el Señor no cuenta eso; lo que cuenta para el Padre y para Jesús es la dignidad y el valor de la persona y, en este caso, no sólo la persona adúltera, sino también la de los acusadores.
Jesús no condena a la persona, sino la hipocresía de quienes se protegen en ella para acusar al otro, al hermano, que también es persona. Condena el odio que hay en su corazón, y condena el pecado, pero no a la persona que lo comete, aunque no esté de acuerdo en lo que hizo de malo.
Al celebrar esta Semana Santa, démonos cuenta de que nadie está libre de pecado; pensemos en lo que revela nuestra conciencia de que somos pecadores que necesitamos redención. No huyamos dejando las piedras en el camino, que no deben ser para el otro, porque es como si se las arrojáramos a Jesús.
Pensemos en la necesidad que tenemos de reconciliación con Dios, con nuestros hermanos, con la Creación y con nosotros mismos.

Yo les bendigo en el Nombre del Padre,
y del Hijo y del Espíritu Santo.

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