Fuera de dudas
El Papa Francisco, en la oración por el Jubileo de la Misericordia, dice del Sacerdote: «Tú has querido que también los ministros fueran revestidos de debilidad para que sientan sincera compasión por los que se encuentran en la ignorancia o en el error: haz que quien se acerque a uno de ellos, se sienta esperado, amado y perdonado por Dios».
Pbro. Adrián Ramos Ruelas
En un programa de televisión le preguntaron a un Sacerdote si realmente era feliz. La respuesta fue más feliz todavía: “Creo que feliz es insuficiente: me siento pleno, viviendo en comunión con Dios y servicio a mis hermanos. De esta relación con Dios y con mi prójimo brota mi alegría”.
Cuando el ideal de muchos es conquistar la felicidad, el bienestar personal, para un Sacerdote tiene un gran sentido entregar y desgastar su vida en bien de los demás, de sus hermanos. ¡Esa es una vida plena!. Cada vida, cada vocación y cada misión está orientada al servicio a los demás.
UN HOMBRE NORMAL
El Sacerdote o “Presbítero”, término de origen griego que significa “anciano”, es un hombre «tomado de entre los hombres, y está constituido a favor de los hombres en lo que se refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados», como dice la Carta de San Pablo a los Hebreos. Por ser un hombre, como todos, «es capaz de comprender a los ignorantes y extraviados, porque está también él envuelto en flaqueza. Y, a causa de la misma, debe ofrecer por sus propios pecados lo mismo que por los del pueblo».
No es, pues, un hombre extraordinario, especial, raro. Es un ser humano de carne y hueso, con determinado carácter, que ha respondido al llamado de Dios para ser enviado.
UN HOMBRE DE DIOS
El Sacerdote es un hombre de Dios, consagrado a Él a partir del día de su Ordenación Sacramental. Ha sido amado, llamado, escogido y enviado por el Señor para continuar la Obra de la Salvación de la Humanidad, mediante la Proclamación de la Palabra de Dios y el Anuncio de la Buena Nueva, y a través de la Celebración de los Sacramentos, especialmente el de la Eucaristía y el de la Reconciliación, en orden a conducir a los fieles al Padre, por medio de Cristo, en el Espíritu Santo.
“Sacerdote” es una palabra compuesta de vocablos latinos que significan, en conjunto: “don sagrado para ti”. En este sentido, el sacerdocio ministerial es un regalo para la Iglesia. No sólo un bien personal. Se trata de una vocación de servicio y misión a la Iglesia, y con ella, a la comunidad entera. Es, además, un hombre de comunión y de oración; instrumento de Gracia y de Misericordia.
UN HOMBRE PLENO
Debe quedar claro que el sacerdocio católico no se improvisa. Son años de formación los que se viven en el Seminario. Ahí aprende el Seminarista a madurar su opción de responder con generosidad a la invitación del Señor a seguirlo más de cerca y a adquirir sus mismos sentimientos. Está en condiciones de tomar una decisión que le reportará grandes alegrías, aunque no pocos sufrimientos, siguiendo la suerte de Cristo, como lo es el no tener a su lado una esposa o hijos; pero, al mismo tiempo, le dejará satisfacciones inherentes al hermoso carisma del celibato, terreno para amar de manera especial con corazón abierto a todos; engendrando hijos para la Iglesia y siendo un verdadero Padre y Pastor.
Grandes Sacerdotes como el Santo Cura de Ars, San Juan Bosco, el Padre Pío y San Cristóbal Magallanes Jara; muchos Seminaristas que, por el testimonio de los Papas han decidido dejarlo todo por seguir a Cristo y ponerse al servicio de sus hermanos; un pueblo necesitado de la Eucaristía y del perdón de sus pecados; un mundo sin luz y sin rumbo, envuelto en un peligroso relativismo; un Dios que no se cansa de amar y de repartir su Amor a manos llenas a través de los ministros que en todo tiempo y lugar está llamando, nos dicen que, definitivamente, ¡vale la pena ser Sacerdote!.
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