jueves, 17 de diciembre de 2015

Nadie como María ha conocido la profundidad del Misterio

Juan López Vergara

En el último Domingo de Adviento, anhelamos dirigir nuestra mirada hacia una tríada de encantadores pasajes del Evangelio de San Lucas: La Anunciación (Lc 1, 26-38); La Visitación (Lc 1, 39-45); y el Cántico de María, conocido como El Magníficat (Lc 1, 46-56). Al centro de ellos está el texto evangélico que la Iglesia celebra hoy. A través de éstos, el Evangelista ejemplifica en la Madre del Señor tres importantes actitudes cristianas.

MARÍA: MADRE DE FE
Cuando la majestad del Misterio irrumpió en la vida de aquella linda jovencita, María contestó con la más bella y osada respuesta que desde la Fe pueda asumir una criatura: “Hágase en mí según tu palabra” (v. 38). La Madre del Señor puso su vida entera en manos de la Misericordia infinita de Dios, que fecundó sus entrañas con inefable y sacral ternura: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el Poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será Santo y se le llamará Hijo de Dios” (v. 35).

MARÍA: MADRE COMPROMETIDA
Cuando María, en expresión de los Santos Padres, fue consciente de “contener en su seno al Incontenible”, no se guardó semejante Gracia para sí, sino que se lanzó presurosa a visitar a su anciana pariente, cuyo milagroso embarazo la convirtió en la confidente perfecta para celebrar la Bondad de Dios. San Lucas resalta, así, que cuando la Buena Nueva es escuchada, a sus agraciados los invade un empuje que los motiva a participar su alegría: “En aquellos días, María se encaminó presurosa a un pueblo de las Montañas de Judea” (v. 39). La Fe cristiana es esencialmente misionera, puesto que entraña una diálectica que demanda ser participada para reafirmarse. “¡Dichosa Tú, que has creído –dice Isabel a María–, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor!” (v. 45).

MARÍA: MADRE AGRADECIDA
El Evangelista nos muestra en María la actitud más noble que pueda tener todo cristiano: orientar su mirada a lo alto, y con desbordante gozo agradecer a Dios su inmensa Misericordia por haberse fijado en Ella. María se declara humilde, sencilla y pobrecita servidora: “Alaba mi alma la grandeza del Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava. Por eso, desde ahora, todas las generaciones me llamarán Bienaventurada, porque ha hecho en mi favor cosas grandes el Poderoso” (vv. 46-49).
Este domingo, demos gracias por el don maravilloso de la Madre del Señor, paradigma de la Iglesia, que intercede por nosotros, para que aprendamos de Ella a vivir en este Adviento con agradecido compromiso misionero, buscando el bien de nuestros hermanos más necesitados. El Santo Padre Francisco, en la Bula del Jubileo de la Misericordia, nos enseña: “Nadie como María ha conocido la profundidad del Misterio de Dios hecho hombre” (MV, 24).

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