jueves, 22 de octubre de 2015

Mi personaje inolvidable

Nenes jugando

Luis de la Torre Ruiz
México, D.F.

En los años 50, la Revista Selecciones tenía una Sección muy leída, titulada “Mi personaje inolvidable”. De muchos de esos Artículos que leí, no recuerdo uno solo. Y es que, para mí, nada tenían de inolvidables; pero me quedó la frase para buscar en mi vida qué personaje me sería imborrable. Y viene una lista de candidatos: mi padre, mi abuela materna, mi tía Trinidad… pero, en todos ellos, me gana el aprecio natural del parentesco, y mis emociones para describirlos se confunden con el amor de sangre.
Desde niño, mi vida en familia fue trashumante. Hasta mis 17 años, había cambiado de residencia constantemente: Mezquitic, Monte Escobedo, Villa del Refugio Tabasco, Ojocaliente, Mezquitic, Ciudad de México, Mezquitic, Guadalajara… Así que en ninguno de esos lugares hubo continua y sólida amistad con mi generación, ni tiempo para apreciar otras personalidades.
Sin embargo, en tan sólo los dos años que viví en Mezquitic, entre los 15 y 17 años, conocí a una persona que entraña en mí, ampliamente, el calificativo de personaje inolvidable: Julio Gallegos Rivas, “Julito”.
Esos dos años (1947-48), Mezquitic era un pueblo rancio, pagado de sí mismo, orgulloso en su clase dominante, conformista en su clase media y sumiso en su clase pobre. Los hombres, arreligiosos; y las mujeres, beatas. Su economía dependía del temporal. El comercio principal, en manos de un hombre campesino, prudente y generoso.
Julito era originario de Potrero de Gallegos, ranchería al Norte de Mezquitic. Huérfano de padre, era del todo cuidado por su madre Lucita Rivas, quien, al no haber escuela en la comunidad, se esmeraba en cuanto al conocimiento elemental de Ciencias y Letras y, especialmente, en el cuidado de una formación temerosa de Dios. Lucita, ferviente católica, vivió durante la Cristiada una experiencia excepcional al ser depositaria de la Sagrada Forma.
Potrero de Gallegos, una comunidad que, en tiempos de la guerra religiosa, era campo de estar, tanto de federales como de cristeros. Se celebraba una Misa, a la que asistía un grupo de hombres con sus carrilleras terciadas, su fusil en la mano y su escapulario al pecho, lo mismo que campesinos y mujeres del rededor. De pronto, una señal de alarma anunciaba la presencia de un fuerte contingente militar a punto de entrar en la ranchería, puso en franca huida a los devotos rebeldes. El Sacerdote que oficiaba, apresuradamente, recogió en un copón las hostias consagradas y se las entregó a Lucita Rivas, que no salía de su asombro.
Durante mucho tiempo, guardó en secreto aquel relicario, hasta que vinieron los “arreglos” que dieron fin al movimiento armado. No es difícil imaginar la diaria tensión en que mantenía su corazón aquella mujer depositaria de tan precioso tesoro. Seguramente cada momento de su vida estaba comprometido con el Amor, sin dejar de sentirse del todo inmerecida. Con esa fuerza de vida espiritual ante la presencia de Tal Huésped, criaba y educaba a un hijo de siete años de edad.
Julito había sufrido un accidente. Haciendo experimentos de Química, se le derramó un ácido que le quemó la mitad de su rostro, el hombro y su brazo izquierdo, inutilizando el movimiento de su mano. Largo y doloroso el proceso de restablecimiento en condiciones tan limitadas clínicamente. Pero el jovencito crecía en sabiduría y carácter, al abrigo de una madre sabia, de profunda fidelidad al Evangelio.
En la soledad de aquellas campiñas, lejos de toda civilización o escolaridad, la inteligencia del joven Julio le pedía algo más que lo que le había enseñado la madre. Tampoco había el deseo de emigrar, así que recurrió al estudio “por correspondencia”, inscribiéndose en varias materias que ofrecía la Hemphill Schools. Escogió Mecánica, que pronto le dio su primer diploma. Siguió con Radiotécnica, estudio cumplido con altas calificaciones. Luego, un curso de inglés que le permitió leer en ese idioma cuestiones técnicas y algo de literatura. En medio, dominó la carpintería. A su madre le quedaba vigilar que no dejara de leer las Sagradas Escrituras y a los Santos Padres de la Iglesia.
Su fama de técnico eficiente y hombre servicial llegó a Mezquitic, donde don Ignacio Bonilla, el primer comerciante del pueblo, lo contrató para atender sus dos camiones de transporte y hacerse cargo de un molino de nixtamal, así como de la planta de luz para la comunidad. Él y yo llegábamos al pueblo al mismo tiempo. Yo, sin haber terminado la Primaria, y él con sus buenos títulos de la Hemphill Schools.
Nuestra relación fue inmediata, ya que su madre era prima hermana de mi abuela materna. Me fue cautivando su personalidad, tan seguro de sí mismo, a pesar de su deterioro físico, que no dejaba de causar cierta burla en la vulgaridad del pueblo. Mofas que jamás le hacían de frente, ya que nadie podía sostener una polémica o discusión con él sin quedarse callado.
Julio tenía el don de saber darse. Su natural vocación pedagógica lo impulsaba a enseñar. Me pasó sus cuadernos de inglés y me examinaba en cada lección. Yo los copiaba a máquina y dibujaba cada una de sus viñetas. Para matar el ocio del pueblo con sus largas tardes caniculares, me enseñó el Ajedrez. Como allá no había un solo tablero con sus piezas respectivas, Julito inventó una rústica forma para jugarlo: me pidió que dibujara cada una de las figuras en cuadritos de cartón, con un clavito atravesado, para cogerlos y desplazarlos por un tablero también de cartón.
Y aquellas sesiones entretenidas se veían enriquecidas con temas por demás interesantes sobre el quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos. Él no era un moralista, no enseñaba Religión, pero su vida sí. Me llenaba de cuestionamientos su asistencia a Misa, de Comunión diaria, con naturalidad impresionante. ¿Cómo era eso posible si uno, con trabajos, comulgaba un viernes primero sí y otro no? Y en un pueblo come-curas, ¿cómo podía mantener sus convicciones con tanta verticalidad, sin enfrentarse con nadie?
Su dedicación al trabajo era disciplinada y eficiente. Pero también tenía el concepto de los deberes cívicos. Eran tiempos absolutos del priísmo en México. Formar parte de la oposición, suicidio civil. El PAN no existía, pero Julito se inscribió en ese Partido y era el único miembro “azul” en todo el pueblo. Creía en la democracia y en la dignidad de la persona, que un día han de lograr demostrar que el bien común es posible.
Como era el Delegado de ese Partido y solitario militante, él mismo hacía sus volantes y los repartía, superando la burla de quienes lo veían como un loco, despistado, soñador. Pegando uno de esos volantes en una pared, fue detenido por dos policías por orden del Presidente Municipal. Cuando lo llevaron ante el Ministerio Público, el Juez le preguntó al Alcalde de qué se le acusaba, y sin una respuesta congruente, quedó en libertad aquel iluso paladín de la democracia.
Resta en el tintero mucho que decir de mi personaje inolvidable. Su risa, su humor, su amistad, su amor para todo mundo, quedaron grabados en mí, en tan sólo dos años que me fue dado tratarlo. Creo que su modo de ser y de vivir su cristianismo influyó en mí para toda la vida, sin alcanzar a imitarle.

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