La Iglesia, ¿oscurantista? (Parte 7)
Cardenal Juan Sandoval Íñiguez
Arzobispo Emérito de Guadalajara
“La Iglesia Católica inventó la caridad como la conocemos hoy en Occidente”. Incluso Voltaire, el enemigo más virulento de la Iglesia, decía: “Tal vez no haya nada más grande en la Tierra que el sacrificio de belleza y juventud hecho por las jóvenes de la Nobleza para trabajar en hospitales y aliviar la miseria humana”.
No fue así en la civilización antigua y fuera de la Iglesia Católica. Los estoicos, por ejemplo, promovían la indiferencia ante el dolor propio y ajeno; la Filosofía Clásica de griegos y romanos “miraba la compasión y la piedad como emociones patológicas o defectos de carácter”. Al respecto, escribió Séneca: “El sabio ha de consolar a los que lloran, pero sin llorar con ellos…” Y, por supuesto, quienes se rehusaban a reconocer como un mal la enfermedad y el dolor no se preocupaban en absoluto en remediarlos.
Una premisa bien fundamentada
La caridad en la Iglesia nació del ejemplo y del mandato de Cristo, que curó a muchos enfermos y envió a sus discípulos con la orden no sólo de anunciar el Reino de Dios, sino también de sanar a los enfermos, como signo de la llegada del Reino. La caridad de la Iglesia surgió del Nuevo Mandamiento de amarnos los unos a los otros, como Él nos amó, y tuvo su origen en el Sermón de la Montaña, en el que Cristo nos mandó amar a los enemigos y hacer el bien a los que nos hacen mal, para poder ser llamados hijos del Padre Celestial, que es Bueno con todas sus creaturas.
En la Sociedad del Imperio Romano, para no morir de hambre, los pobres vendían a sus hijos; la práctica de la prostitución era forzada, y los jóvenes, para sobrevivir, se enlistaban en el Ejército o como gladiadores.
La práctica de hacer ofrendas para los pobres fue y es de la Iglesia, y desde siempre estuvo ligada a la Celebración de la Eucaristía, en la que Cristo se nos da a todos y nos manda compartir nuestros bienes. Por eso, las colectas para los pobres en el Santo Sacrificio de la Misa y en los días de ayuno.
Los Santos Padres, aparte de legar a la Iglesia valiosos escritos, se ocuparon de las obras de caridad. Por ejemplo, San Agustín, Obispo de Hipona, fundó un Mesón para peregrinos, rescató esclavos y daba sus vestidos a los pobres. San Juan Crisóstomo creó hospitales en Constantinopla. San Cipriano y San Efrén organizaron ayudas en tiempos de peste y de hambrunas. La Iglesia primitiva también institucionalizó el cuidado de “los huérfanos y las viudas” y miró por los enfermos, especialmente durante las epidemias.
Eusebio, célebre Escritor del Siglo IV, cuenta que, como resultado del buen ejemplo de los cristianos, muchos paganos “indagaron acerca de una Religión cuyos discípulos eran capaces de tan desinteresada devoción por los necesitados”. El Emperador Juliano el Apóstata, que detestaba al Cristianismo, se quejaba de la bondad de los cristianos hacia los paganos: “Estos impíos galileos no sólo alimentan a sus pobres, sino también a los nuestros; recibiéndolos en sus ágapes, los atraen con dulces como a los niños”.
Cundió el ejemplo
Obtenida su libertad, la Iglesia comenzó, ya en el Siglo IV, a edificar hospitales en abundancia para atender a los enfermos, que también recibían ayuda en los numerosos Monasterios que surgieron en la Europa cristiana y a los que San Luis IX, Rey de Francia, llamaba “Patrimonium Pauperum” (“El patrimonio de los pobres”). Las Órdenes Militares que surgieron en las Cruzadas se convirtieron luego en Órdenes Hospitalarias para ayuda de los enfermos, como por ejemplo los Caballeros de Malta. Martín Lutero, enemigo declarado de la Iglesia, escribía: “Bajo el Papado, el pueblo al menos era caritativo y no se necesitaba la fuerza para obtener limosnas. Ahora, bajo el reino del Evangelio (el protestantismo), en lugar de dar, se roban unos a otros”.
Abundan en la Iglesia ejemplares figuras de la caridad cristiana. Baste citar a Santa Isabel de Hungría, Santa Isabel de Portugal, San Juan de Dios, San Camilo de Lelis, San Vicente de Paúl y, en nuestros días, a la Madre Teresa de Calcuta, entre muchísimas más. Hoy, como siempre, aquí entre nosotros y en otras partes es la Iglesia la que se preocupa por atender a los más pobres de entre los pobres y a los enfermos incurables. El que pudiendo no socorre al necesitado, no es verdadero cristiano ni candidato a la salvación de Cristo.
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